Nunca se sabe quien puede venir para una visita. Otro día, mientras miraba por la ventana, vino el rey. Él caminaba arqueado por la calle entre tanto me escondía en la oscuridad de mi habitación. No era la primera vez que le observaba en secreto.
Él solía llevar su báculo con nobleza, disimulando que la pierna derecha no le daba seguridad al caminar. Ya se le había apoyado muchas veces para evitar un tropiezo de la vida.
Sus prendas le cubrían las arrugas de la piel en varias superposiciones de camisetas y camisas, tantas que demoraba vestirse. Era un rey anciano, ya no había tantos súbditos más para ponerle la armadura. Se vestía solo y casi no se acordaba cuales colores armonizaban entre ellas. No obstante la armadura de un rey debiera protegerle de cualquier peligro, no le resguardaba el corazón al saludar a la señora de gafas que cruzaba la calle para llevar flores para la hija.
Era gracioso verle ostentando su gorro como si fuera una corona. Sólo lo sacaba delante la iglesia en la plaza y si nadie lo estuviera observando. Aquél rey reconocía un único ser superior. O tal vez fuera un rey muy político, que no ofendería a la divinidad al acercarse el fin de sus días.
Aunque su aspecto fuera admirable, no había soberbia en su mirada. Al revés, cargaba la experiencia en ojos mojados que se transbordaban en cataratas de sabiduría. Sus ojos casi opacos vagaban por las ventanas hasta encontrar la mía. Y miraban mi alma oculta con la esperanza ciega de un hombre que ya hizo todo lo que debería. Un hombre que esperaba que yo - más joven y más valiente - le superara.
Sus ojos encontraron mi soledad desnudada mirándole desde la ventana. La soledad de alguien que todavía iba a echarle de menos. Los ojos del rey me revelaron en la luz de su presencia. Y yo - su hijo - di un paso, me libré de mis miedos infantiles y le invité para una visita.
Ninfa Negra
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